El ciclo de la vida según Pinti

Bueeeee, llego el bendito viernes y aquí estamos, 8 meses y 2 días después de haber comenzado esta “caravana” o si quieren para ser mas exactos 244 días, lo que es decir 5,856 horas, que es casi lo mismo que (bueno aquí pueden obviar el casi) 351,360 minutos, lo que en cualquier lugar de éste mundo equivale a 21,081,600 segundos, y que alguno redondearía a simplemente 34 semanas y digo todo esto porque no quisiera confusiones, intento ser claro y conciso aunque para eso deba ser confuso y complicado!!!! pero por ser viernes un poco de distensión como para dar por comenzado el fin de semana!!!


Qué rabietas, qué disgustos, qué frustración, qué sensación de ser un cero a la izquierda y no poder acceder al mundo y sus placeres!

Así pensaba yo, sin poder expresarlo de esta manera, cuando tenía cinco o seis años y tenía que acostarme temprano mientras los adultos gozaban del placer de la sobremesa, el programa de radio favorito y la copita de anís o de whisky.

Eran tiempos duros; se avecinaban el colegio con sus horarios y deberes. El fatídico reloj despertador iba a sonar a las… ¡seis y media de la mañana! Y me iba a arrancar de las tibias sábanas para arrojarme a la niebla matinal de los crudos inviernos. Llegaban épocas de guardapolvo blanco, polvo de tiza y sólo tres miserables meses de vacaciones. ¡Un horror!

Ese “horror” iba a convertirse en dulce añoranza de tiempos felices cuando llegaran los tormentos de la adolescencia: sentirse incomprendido por un mundo absurdo, estar en la mitad de todo, haber perdido el candor de la niñez y no poder alcanzar todavía los derechos del adulto, granos por doquier, estirones súbitos, modificaciones glandulares, y escuchar la voz de los mayores, entre despectiva y preocupada: “Estás en la edad del pavo”.

Picnics de primavera frustrados por la lluvia, las materias espantosas del secundario, franeleos de zaguán y una insatisfacción general con picos de euforia y desencantos afectivos por los cuales el mundo se venía abajo. Estado caótico que pasaría a ser otro dulce recuerdo del divino tesoro que, año tras año, perdíamos sin darnos cuenta.

Llegaban los veinte y los veinte y pico, y entonces el mundo adulto irrumpía con sus obligaciones, definiciones y golpes. Perdíamos a los mayores. La muerte era todavía la muerte de los otros, pero ya aparecía como lo inevitable, lo fatal, lo que algún día -muy lejano- nos iba a pasar.

Vocación, carrera, familia, trabajo, jefes, subalternos, amigos y enemigos, matrimonios, convivencias que iban reemplazando la pasión por el compañerismo, el sexo por la caricia y el cuerpito gentil de la pareja por rollos, adiposidades y arruguitas aquí y allá.

Pero no importaba. ¡Había tanto para hacer! ¡Venían los hijos, las noches en vela mientras el nene y la nena berreaban con la intensidad sonora de un Pavarotti, pero sin su afinación!. ¡Los dientes! ¡Las diarreas y sarampiones! ¡Y ver en sus caras nuestras antiguas broncas por ser chicos y tener que aceptar límites, escuelas y exámenes!

Y, como quien no quiere la cosa, la crisis de los cuarenta, esa sensación ambivalente de sentirse pleno y al mismo tiempo con “el pescado sin vender”.

Las únicas palabras esperanzadas te las dicen los de sesenta y pico: “Sos un pichón todavía, es la mejor edad, sobre todo hoy en día, con tantos adelantos en la medicina preventiva; ojala nosotros, en nuestra época, hubiéramos tenido esas posibilidades”.

Y cuando llegan los sesenta y pico, un menú variado de achaques y nanas se precipitan sobre cuerpo y alma a pesar de los adelantos de la medicina preventiva; la muerte ya no es sólo la de los otros y los balances de vida a veces no cierran como uno quisiera.

Pero como Dios aprieta pero no ahorca, llegan los nietos como mensajeros celestiales de aquella niñez que queríamos abandonar rápidamente.

Ellos son iguales a nosotros, más iguales que nuestros propios hijos, porque pueden hacer causa común con nosotros, ya vejetes, en lo que significa sentirse marginados e incomprendidos.

Después de los setenta, no sé. Este geronte que escribe sólo llegó a los sesenta y cinco. Pero supongo que todo será más o menos igual que en todas las edades.

Si hemos sabido salvar del torrente de las pasiones, las manías, las obsesiones y las neurosis un cachito de ideales, ilusiones y sueños, no será tan difícil recordar lo pasado y vivir lo presente.

Siempre y cuando nuestra inteligencia nos haya permitido atesorar no dólares y sí muchos y verdaderos amigos, parejas, hijos, nietos (propios o ajenos) para que cada brindis de cumpleaños tenga sentido!

Enrique Pinti

Enrique Pinti (nacido en 1939 en Buenos Aires, Argentina) es un famoso humorista, actor y dramaturgo argentino. En la década del '70 escribió los guiones de la famosa historieta El Mono Relojero, dibujada por Daniel Branca y publicada por la revista infantil Billiken (aun la recuerdo!!!). Como humorista, su trabajo se centra en el desarrollo de monólogos políticos e históricos, hablando en un castellano muy directo, salpicado de insultos y adjetivos certeros para ejemplificar notorios casos de inmoralidad y corrupción. Su cruda visión de la realidad socio-política y su franco sarcasmo hacen de su opinión un punto de referencia para aquellos que se niegan a ser masificados y encerrados dentro de un numero de cedula (aunque esto pudiera ser una opinión muy personal de quien esto envía)

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