Carpe diem!


Alguien que destaca como un ejemplo resplandeciente de valor al expresarse es
John Keating, el profesor dotado de un mágico poder de transformación que
interpreta Robín Williams en “La sociedad de los poetas muertos”. En esta magistral
película, Keating toma un grupo de estudiantes inhibidos, tensos y
espiritualmente impotentes de un rígido internado y les inspira el deseo y la
capacidad de hacer de sus vidas algo extraordinario.
Tal como Keating les muestra, estos jóvenes han perdido de vista sus
propios sueños y ambiciones. Están viviendo de forma automática los
programas y las expectativas que les han trazado sus padres. Su proyecto es
llegar a ser médicos, abogados y banqueros porque eso es lo que sus padres les
han dicho que deben hacer. Pero esos resecos personajes apenas han dedicado
un momento a pensar qué es lo que su corazón le pide a cada uno de ellos que
exprese.
Una de las primeras escenas de la película muestra cómo Keating lleva a los
chicos al vestíbulo de la escuela donde, en una vitrina llena de trofeos, se exhibe
la colección de fotos de las clases que se han ido graduando en años anteriores.
—Mirad estas fotos, muchachos —les dice—. Los jóvenes a quienes
contempláis tenían en los ojos el mismo fuego que vosotros. Planeaban tomar el
mundo por asalto y hacer de sus vidas algo magnífico. Eso fue hace setenta
años. Ahora están todos haciendo crecer las margaritas. ¿Cuántos de ellos
llegaron realmente a vivir sus sueños? ¿Hicieron lo que se habían propuesto
lograr?
Entonces Keating, mezclándose con el grupo de alumnos, en un susurro, les
insta:
—Carpe diem! ¡Aprovechad el presente!
Al principio, a los estudiantes los desorienta ese extraño maestro, pero no
tardan en empezar a captar la importancia de sus palabras. Llegan a respetar y
a reverenciar a Keating, que les ha ofrecido una visión nueva... o les ha devuelto
su visión original.
Todos vamos por el mundo con una especie de tarjeta de cumpleaños que nos
gustaría entregar... con una u otra expresión personal de júbilo, de creatividad o de
vitalidad que llevamos oculta bajo la camisa.
Un personaje de la película, Knox Overstreet, se enamora locamente de una
chica fantástica. Sólo hay un problema: ella es la pareja de un atleta famoso.
Knox, entusiasmado al máximo con esa hermosa criatura, no está lo bastante
seguro de sí mismo como para abordarla. Pero recuerda el consejo de Keating:
«¡Aprovechad el presente!» y se da cuenta de que no puede seguir soñando: si
quiere ganársela algo tendrá que hacer al respecto. Y lo hace. Audaz y
poéticamente le declara sus sentimientos más tiernos. En el proceso, ella lo
rechaza, su novio le da un puñetazo en la nariz y Knox se enfrenta a los golpes
aunque acaba vencido. Como no está dispuesto a renunciar a su sueño, va en
pos de lo que su corazón desea. En última instancia, ella siente la autenticidad
de su sentimiento y le abre su corazón. Aunque Knox no es especialmente
guapo, ni muy popular, el poder y la sinceridad de su intención terminan por
conquistarla. Él ha conseguido convertir su propia vida en algo extraordinario.
Yo también he tenido ocasión de practicar el consejo de Keating
«¡aprovechad el presente!». Me quedé embobado por una chica monísima que
conocí en una tienda de animales. Era menor que yo y tenía un estilo de vida
muy diferente al mío, tampoco teníamos muchos temas en común, pero sentía
que nada de aquello importaba. Yo disfrutaba estando con ella y me parecía que
ella también sentía lo mismo.
Supe que se acercaba su cumpleaños y decidí invitarla a salir. Estaba a
punto de llamarla y me quedé mirando el teléfono durante casi media hora.
Después marqué el número y colgué antes de que empezara a sonar. Entre la
emoción de la expectativa y el miedo al rechazo, me sentía como un
adolescente. Una voz desde el infierno insistía en decirme que yo no le gustaría
y que por mi parte era tener mucha cara invitarla a salir. Pero me sentía tan
entusiasmado ante la posibilidad de estar con ella que no me dejé vencer por el
miedo y, finalmente, me animé a llamarla. Me agradeció la invitación, pero me
dijo que ya tenía una cita.
Me quedé hecho polvo. La misma voz que me había dicho que no la
llamara me aconsejó también que abandonara antes de sentirme más
avergonzado. Pero yo estaba empeñado en ver qué alcance tenía aquella
atracción. Dentro de mí había más cosas que querían cobrar vida. Tenía que
expresar los sentimientos que me inspiraba aquella mujer.
Compré una bonita tarjeta de cumpleaños en la que escribí una breve nota
poética. Me dirigí a la tienda de animales donde ella trabajaba. Al aproximarme
a la puerta, la misma voz inquietante me advirtió: «Y si no le gustas, ¿qué? Si te
rechaza, ¿qué?». Como me sentía vulnerable, guardé la tarjeta bajo la camisa.
Decidí que si ella me mostraba algún signo de afecto, se la daría; si se mostraba
indiferente, la dejaría escondida. Así no correría riesgos y me evitaría un
rechazo que podría avergonzarme.
Conversamos un rato sin que yo recibiera de ella ningún signo, ni en un
sentido ni en otro y, como me sentía incómodo, inicié la retirada.
Pero cuando me aproximaba a la puerta, escuché otra voz, que me hablaba
en un susurro y que se parecía bastante a la de Mr. Keating.
«Recuerda a Knox Overstreet... Carpe Diem» Me vi enfrentado ante la
necesidad de expresar mis sentimientos por un lado y la resistencia a afrontar la
inseguridad que me producía sincerarme por otro. ¿Cómo puedo andar por ahí
diciendo a los demás que den vida a sus aspiraciones, cuando yo no estoy
viviendo las mías? Además, ¿qué era lo peor que podía suceder? Cualquier
mujer estaría encantada de recibir una felicitación en su cumpleaños, y además,
poética. Decidí aprovechar el día. Mientras tomaba la decisión sentí que una
oleada de audacia corría por mis venas: mi intención era poderosa.
Me sentí mucho más satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido
en mucho tiempo... Tenía que aprender a abrir el corazón y a brindar amor sin pedir
nada a cambio.
Saqué la tarjeta de donde la tenía escondida, me di la vuelta, fui hasta el
mostrador y se la di. Mientras se la entregaba me sentí increíblemente vivo y
emocionado... y además, tenía miedo. (Fritz Perls decía que el miedo es «una
excitación sin aliento».) Pero lo hice. Y, ¿sabéis una cosa? A ella no le
impresionó especialmente. Me dio las gracias e hizo a un lado la tarjeta, sin
siquiera abrirla. Se me cayó el alma a los pies. Me sentía decepcionado y
rechazado. No obtener respuesta alguna era peor que un rechazo inequívoco.
Tras un «adiós» de cortesía, salí de la tienda y entonces sucedió algo
sorprendente. Empecé a sentirme eufórico. Desde mí interior brotó una oleada
de satisfacción que me inundó por completo. Había expresado mis sentimientos
¡y me sentía muy bien! Había cruzado la frontera del miedo hasta salir a la pista
de baile. Sí, había estado un poco torpe, pero lo había hecho. («Hazlo
temblando si es necesario —decía Emmet Fox—, ¡pero hazlo!») Había puesto en
juego mi corazón sin pedir garantía por los resultados. No ofrecí para, a mi vez,
recibir algo. Le hice ver mis sentimientos sin esperar una respuesta
determinada.
La dinámica que se requiere para que una relación funcione es la siguiente: sigue
poniendo tu amor ahí fuera.
Al interiorizarse, mi euforia se transformó en cálida beatitud. Me sentí más
satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho
tiempo. Me di cuenta del sentido de todo lo ocurrido: yo necesitaba aprender a
abrir mi corazón y a dar amor sin esperar ni pedir nada a cambio. El sentido de
aquella experiencia no era crear una relación con aquella mujer, sino
profundizar mi relación conmigo mismo. Y lo había hecho. Keating se habría
sentido orgulloso. Pero lo más importante era que yo me sentía orgulloso.
Desde entonces no he visto mucho a aquella chica, pero esa experiencia ha
cambiado mi vida. Mediante aquella simple interacción vi claramente cuál es la
dinámica necesaria para que cualquier relación (y quizá el mundo entero)
funcione: No dejes nunca de mostrar tu amor.
Creemos que cuando no recibimos amor, eso nos duele, pero lo que nos
duele no es eso. El dolor nos acomete cuando no ofrecemos amor. Hemos
nacido para amar. Se podría decir que somos máquinas de amor creadas por
Dios. Cuando mejor funcionamos es cuando estamos dando amor. El mundo
nos ha llevado a creer que nuestro bienestar depende de que los demás nos
amen, pero este es el tipo de pensamiento puesto patas arriba que tantos
problemas nos ha causado. La verdad es que nuestro bienestar depende de que
ofrezcamos amor: no de lo que nos devuelven a nosotros, ¡sino de lo que
nosotros ofrecemos!

Alan Cohen
Sopa de pollo para el Alma

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